Villa del Río desde el aire

Calzadas Romanas. Villa del Río - Ermita de los Remedios

Recorrido: Villa del Río, Ermita de los Remedios

Villa del Rio

Villa del RíoLos restos arqueológicos más antiguos rescatados de esta localidad datan del bronce final y de época ibérica. Cabe destacar la aparición de cerámica griega, testimonio del alza económica de la zona que no permanecióíbero con la costa mediterránea. En la cercanía del casco urbano se han encontrado cerámicas ibéricas pintadas con decoración geométrica junto a restos romanos que nos indican la existencia de núcleos íbero-romanos. Por la proximidad al río Guadalquivir y a la Vía Augusta, estos núcleos perdurarán hasta época tardorromana. En 1260 esta población fue conquistada perteneciendo así a la jurisdicción de Córdoba. Durante los siglos XVIII y XIX experimenta un gran crecimiento demográfico debido al fuerte auge de su economía derivada de las explotaciones olivareras, cerealistas, así como de la industria de telares. ajena a los intercambios comerciales del mundo.

Mapa de Ruta


Inicio: Localidad de Villa del Río.

Final: Alrededores de la Ermita de los Remedios.

Localización: Términos municipales de Villa del Río y Montoro. Accedemos a Villa del Río por la Autovía Madrid-Cádiz.

Distancia aproximada: 12 Kms.

Puntos de avituallamiento: Localidad de Villa del Río.

Clasificación: Dificultad baja. Para hacerla a pie o en bicicleta.

Iniciamos el recorrido en el cruce entre la carretera autonómica A 2202, que une Villa del Río con Montoro, y la Avenida de los Lirios, espina dorsal del pueblo, que ira cambiando de nombre según vayamos avanzando. Así, pasa a llamarse Calle Pablo Picaso y a la altura de la Plaza de la Constitución, recibirá el nombre de Calle Blas Infante. Merece la pena hacer un alto en el camino justo a la altura del ayuntamiento, ubicado en los restos del antiguo castillo medieval de época islámica y admirar lo que aún se conserva, que no es poco, de la arquitectura militar y también religiosa (al lado del ayuntamiento está la Parroquia de San Pedro, que aprovechó parte de la estructura de la fortaleza) de este pueblo. Seguimos por esta calle principal, primero con el nombre de Juan Ramón Jiménez y después con el de Miguel de Cervantes. Terminada esta calle, deberemos tomar la carretera que se dirige a Bujalance (Co 292), y una vez pasadas las vías del ferrocarril deberemos girar a la derecha y coger la carretera que une Pedro Abad con Villa del Río (Cp 231) conocido también como Trocha de Córdoba. Durante este tramo de dos kilómetros, hemos seguido el mismo itinerario que tenía la Vía Augusta a su paso por este lugar. Durante la mayor parte de esta ruta, paseamos por las tierras calmas o de cultivos de secano, donde no nos resultará difícil otear durante el invierno al ratonero, rapaz que abandona las zonas rocosas para alimentarse de pequeños roedores. En época primaveral el aguilucho cenizo será el que sobrevuele los trigales.

A poco más de cuatro kilómetros desde que hayamos salido del pueblo debemos coger un camino que tuerce a la derecha ascendiendo una pequeña loma y que nos llevará, primero hasta el Cortijo el Cabello, donde debemos torcer a la derecha para al final, llegar a un tentadero que se sitúa al lado de las vías del tren. Pero antes de alcanzar este lugar, tendremos que haber pasado por el Cortijo del Hinojar. Desde el tentadero hasta las inmediaciones de la Torre de Villaverde y la Ermita de los Remedios, tan sólo tendremos que seguir el camino que discurre paralelo a las vías del tren, desde el que podremos observar el paisaje alomado, tan típico de la campiña cordobesa. Por esta zona no será extraño escuchar el canto de la codorniz y algún que otro triguero lanzando su reclamo desde cualquier atalaya cercana.

Pintor Pedro Bueno, críticas

"Pedro Bueno (I)"


por Antonio Manuel Campoy




Gran pintor marginado de los «ismos» que sucesivamente van marcando las modas. Eugenio D'0rs apreciaba «en él la libertad jugosa» que informa toda obra, en la que sorprende «su sentido intimista de las formas y del color. Hay una gracia íntima, una delicadeza exhalante, una ternura que aureola sus lienzos y les da el sello de su genio». Tienen sus cuadros una atmósfera de pureza, de pura pintura, que es imposible asociarlos a ninguna de las maneras
al uso. Alejado de lo académico tanto como de cualquier expresionismo, Pedro Bueno es siempre el artista que traduce a una sensibilidad excepcional cuanto le ofrece la Naturaleza. Sus retratos son, tal vez, los más nobles de nuestra pintura contemporánea, y hay en sus bodegones esa nítida fruición por la pintura intrínseca que caracteriza toda gran obra del género. Puede ser el pintor más independiente que hoy tenemos, un pintor muy en la sensibilidad de nuestro tiempo y muy intemporal a la par.


Antonio Manuel Campoy
Diccionario crítico del arte español contemporáneo, Madrid,
Ibérico Europea de Ediciones, 1973


"Pedro Bueno (II)"
por Antonio Manuel Campoy




Aunque por ello resulte una rarísima ave, lo cierto es que gusta de los buenos libros, es un melómano culto, le agrada conversar tranquilamente, con los amigos, en largos paseos al crepúsculo y a la prima noche. Cuando la temporada de ópera se celebra, allí lo tenemos con su empaque de lord, entre sonriente y desdeñoso, dispuesto a oír otra vez cómo se muere Mimí. Todos
los domingos del año, a media mañana, Pedro Bueno acude a su cita con don Francisco y don Diego, con don Francisco sobre todo, y mantiene una ferviente plática visual con los duques de Osuna y sus hijos, con doña Tadea Arias de Enríquez y con la lechera de Burdeos. Y claro está que con don Diego, rendido como un «gentleman» ante el príncipe Baltasar Carlos y el Cardenal-Infante, ante el Rey cazador, y sin duda, que ante doña Mariana y la mágica Margarita. No conozco a nadie que ame el Museo del Prado como lo ama Pedro Bueno, nadie que lo conozca como él, que advierta tan sutil y apasionada-mente cualquier tontería de las que allí se perpetran. Y es, exactamente, en su familiaridad con el Prado donde localizo la timidez y hasta la desgana de Pedro Bueno.
Sabe, como pocos, lo difícil que es pintar. Llenar cuadros con pigmentos de color y aceite es otra cosa. Cualquiera puede hacerlo y, hoy hacerse rico repitiéndolo una y otra vez, sin temor, pues la demanda, además de ser rica, no iba a ser también inteligente.
Pintar es otra cosa, como él comprueba en don Diego y en don Francisco. Convertir una pintura en obra de arte no es algo que dispensen ni escuelas, ni oficio, ni fama. Trascender lo meramente físico
del cacharro, la fruta o la mujer, convirtiéndolas en pintura, no es virtud que se prodigue demasiado a través de los siglos, y ahí está el Prado como testimonio. El siglo XVIII español, ¿qué sería sin Goya? Y nuestro siglo XVIII tuvo docenas, centenares de pintores, pero su único artista, tal vez, es Goya. Pedro Bueno lo sabe. Ha visitado los museos de Europa, permanecido largas horas ante las obras maestras de la pintura, y el resultado ha sido una conciencia de modestia cabal. Sabe que el número de pintores que hoy se cotizan en el mundo supera al número de los insignes de todos los tiempos, y esto se le antoja un disparate.
Si el siglo XX consigue incorporar a la historia del arte unos cuantos nombres, siglo feliz. Lo demás se deshará en el olvido.
Y esa misma sensación de insignificancia, junto a don Francisco o a don Diego, es precisamente la que salva a Pedro Bueno, pues un pintor sin sentido crítico, sin conciencia de lo que él mismo pueda ser, está condenado a no ser nada. Don Francisco sentía tal admiración por don Diego que grabó algunos de sus cuadros, sin perpetrar ninguna «velazquería» de las que después se pusieron de moda Pedro Bueno ama y admira a Goya, inteligentemente, apasionadamente, pero nada hay en su propia pintura
que indique servilismo alguno. La pintura de Pedro Bueno es exactamente «su» pintura. No es posible confundir a sus mujeres, atribuir a otro sus desnudos, sus bodegones, sus espléndidos retratos.
Diré de pasada que es posiblemente el gran pintor de retratos que tenemos. No «retratista», sino pintor que pinta retratos.
Su obra enlaza con el gran estilo, lo prolonga hasta nosotros, pero vivo, es decir: desde su originalidad y su temporalidad. Lo demás se llama pastiche. Los cuadros de Pedro Bueno pertenecen rigurosamente a nuestro tiempo, pero entroncan con la gran tradición de la pintura. Su paleta, su empaste, su dicción, pertenecen a la gran manera, y en esto no cabe equivocarse. El pintor de Villa del Río tiene derecho a identificarse con sus admiraciones del Prado.

Antonio Manuel Campoy 100 Maestros de la pintura española contemporánea, Madrid,
Ibérico Europea de Ediciones, 1976


"Pedro Bueno"
por Miguel C. Clémentson Lope


Pedro Bueno llegó a ser uno de los más genuinos representantes de la «Academia Breve de Crítica de Arte». El carácter de la pintura de este plástico cordobés ejemplarizaba, como ninguna otra, el concepto de «orgánico desarrollo» defendido por Eugenio D'0rs como línea tutelar de actuación en su Academia, reivindicando un cierto compromiso entre tradición y modernidad. Su formación ejemplar, obtenida en la Escuela Especial de Pintura de Madrid, su veneración por el magisterio sempiterno del Museo del Prado, de un lado, y su interés por el desarrollo de las tendencias constructivas y cromáticas del siglo XX, de otro, le convertían en uno de los valores más esperanzadores de la pintura española en esas fechas. D'0rs defendía una tendencia crítica con respecto a la tradición y Pedro Bueno tenía los fundamentos necesarios para ello. Es importante señalar que durante aquellos anos la pintura del joven cordobés fue considerada como una de las más avanzadas del momento, llegando a constituir, en cierta manera, una forma de «vanguardia eficaz»,
muy provechosa en esa circunstancia histórica y por tanto muy representativa de la época. La postura asumida por el pintor Pedro Bueno en su relación con el mundo circundante ha de ser valorada ciertamente en el campo de la figuración. El rigor con que llevó a cabo su aprendizaje le proporcionó un valiosísimo soporte sobre el que pasados los años pudo construir su versión personalizada de la realidad. El artista cordobés consiguió, sin duda, estructurar una estética propia, sólidamente configurada, y ésta es una actitud elogiosa a la que debe tender todo creador que se sienta comprometido con el arte vivo. Lo realmente importante en este proceso es el ingenio virtual que ha de ser desplegado por el artista para llegar a exteriorizar aquello que en cada caso se propuso, con objeto de conseguir dar forma física a su propia imagen mental. Por encima de las controvertidas preferencias abstractas o figurativas, que tanta polémica inútil han levantado en nuestra reciente historiografía del arte, está la valoración del sentido interno de la obra, su capacidad para revelar por sí misma la pro-pia personalidad expresiva del autor.
El establecer categorías de valoración en función de la adscripción a una tendencia abstracta o figurativa no tiene ningún sentido desde el plano de la pura creación. La pintura de Pedro Bueno está caracterizada por una clara tendencia sintética; es el sistema habi-tual con que el pintor se enfrenta
con la inquieta realidad que nos circunda y, por ello, los temas seleccionados para configurar su particular universo iconográfico siempre estarán connotados de una íntima concentración reflexiva, surgirán ante el espectador, a su vez, como motivos igualmente concentrados en sí mismos, pero no serán otra cosa que un mero reflejo de la experiencia personal del artista. Toda la producción de
este pintor está significada por un singular expresionismo de carácter sensitivo; la mayoría de los críticos inciden en este punto, destacando el hondo temperamento poético que impregna su obra y la capaci-dad manifiesta por su parte para profundizar en la auténtica verdad que late en el fondo de los seres. La emoción que nace de la con-templación de los cuadros de Bueno no es turbadora en un sentido apasionado; esta particular forma de alteración, este estatus emocio-nal que sobreviene en presencia de sus lienzos, queda dentro de los límites de la placidez, de la suavidad, subyaciendo -desde una óptica contemplativa ajena al decurso del tiempo— una suerte de quietud, de serenidad y de
dulzura, parale-las al propio espíritu sosegado del artista, y a los temas que argumentan su pintura. El ejercicio plástico de Pedro Bueno descubre, al exte-riorizar su propia vivencia interna de lo representado, formas de una belleza de filiación clasicista; y esto es así porque siempre están pre-sentes en el proceso de ejecución un rigor compositivo extremo y un exquisito cuidado de la forma. Lo realmente trascendente de su producción es este tratamiento ejemplar del proceso plástico y, en concreto, esos puros valores pictó-ricos, siempre ostensibles en sus realizaciones.
Además, a Pedro Bueno se le debe reconocer el mérito de haber reno-vado en España un género hasta entonces connotado de ciertos tintes peyorativos: el retrato. Para los artistas de nuestro siglo, precisamente para los más comprometi-dos con las formas de la contem-poraneidad, dedicarse al cultivo del retrato en nuestro país era considerado propio de meros gregarios del arte, artífices que, sin ningún empeño creador y dispuestos a complacer las debilidades sociales de la burguesía, hacían todo tipo de concesiones a los gustos de sus adinerados clientes. Este estado de cosas prevalecía cuando el joven cordobés hizo su debut en el tema allá por los años cuarenta, en un momento clave de nuestro arte. Y lo hizo abordando su cultivo de una manera tan intensa como nueva, vertiendo en cada una de aquellas imágenes los modernos planteamientos constructivos y cromáticos de nuestro tiempo, adaptando convenientemente estas fórmulas actuales a las características de su particular universo creativo. Esta circunstancia explica el predominio de cierta contención de naturaleza clasicista, apreciable en todo momento en la obra de este artista, que se encarga de atemperar cualquier disonancia compositiva. Por esta razón, los retratos de Pedro Bueno pertenecen en rigor a nuestra época, pero entroncan directamente con la etapa dorada de nuestra pintura.
Su tenaz aplicación en el estudio de la obra de los grandes maestros del «Prado» determinó, felizmente, ese sereno equilibrio que caracteriza su producción. Todas sus incursiones en el género están planteadas con una absoluta carencia de concesiones al modelo representado; antes bien, pretenden sintetizar su propia visión de los hombres, de modo que en ellos está representada toda la humanidad en su conjunto. Por eso, los seres por él efigiados no se parecen a ningún otro. Ante ellos intuimos la presencia de un factor inherente que al mismo tiempo nos inquieta y nos seduce, porque en cada una de estas representaciones nos vemos reflejados todos, tal y como él nos ve. El género del retrato ha fundamentado en España algunas de las constantes más genuinas de nuestro arte y en él están ejemplarizadas muchas de las virtudes que singularizan a nuestra pintura respecto de la foránea: su secular naturaleza realista, su carencia de grandilocuencia, la preocupación de lo humano como constante, el individualismo... Por ello no debemos valorar su desarrollo desde una actitud arbitraria, ya que a través del desenvolvimiento de esta temática se ha logrado alcanzar, a veces, las más altas cotas de nuestra pintura. A nuestro autor hemos de considerarlo no un retratista, sino un pintor de retratos. Su obra actualiza los valores propios del «gran estilo», enlaza con ellos y los prolonga hasta nosotros, pero de una forma viva, ya que el proceso se produce desde una óptica contemporánea, con un riguroso conocimiento, manifiesto por su parte, de lo aportado por las vanguardias his-tóricas en el espacio de las artes, a lo largo de nuestro siglo. Desde el punto de vista de la técnica pictórica, su paleta, su empaste, su dicción, la propia composición formal de sus obras, pertenecen a la gran manera.
Pero la gama de recursos expresivos que la fundamentan y, sobre todo, esa calidad tímbrica, tan característica, con la que sabe procurar a una misma entonación variedades casi infinitas, proceden directamente del repertorio estético de nuestra época.
Este artista cordobés siempre ha defendido un concepto equilibrado y armónico del arte, totalmente disociado de las algarabías cromáticas y de cualquier violencia dinámica. Su pintura se despreocupa de la velocidad del trazo a la hora de patentizar el volumen de los objetos; su mancha definidora es entrecortada, muy introspectiva, y poco proclive a una búsqueda de inspiración improvisada.
Muy al contrario, cada una de sus composiciones está concienzudamente planteada por medio de un sólido dibujo, que servirá de armazón estructural —en una segun-da fase del proceso— para desplegar todo un complejo repertorio cromático final, de fuerte sentido constructivo. La valoración de la luz es otro ele-mento a destacar, fundamental en la obra de este autor, ya que pro-porciona a todas sus composicio-nes un auténtico sentido de unidad ambiental, al sumergir a los diversos objetos representados en una misma onda luminosa.
Esta circunstancia determina otro de los factores más distintivos de su pintura: una característica impresión de serenidad, que a veces parece proyectarse fuera incluso de los límites del lienzo. La mayoría de los críticos y escritores consultados incluyen a nuestro autor como uno de los más representativos integrantes del grupo conocido como «Escuela de Madrid», elenco donde se aglutinaban contados pintores de la capital y otros muchos que, aunque residían allí, procedían de distintas provincias españolas. Las fuentes de inspiración de estos artistas hay que localizarlas, sin duda, en los maestros del «Prado», al que podían acceder con toda comodidad, y en los más destacados baluartes de la vanguardia histórica española e incluso europea.
En el caso concreto de Pedro Bueno, y de la misma manera en el de otros artistas del colectivo, también es cierto que ha jugado un papel muy importante el ámbito territorial primigenio. Algunos rasgos de su pintura denotan una peculiar e inconfundible filiación respecto a su tierra cordobesa de origen, es decir, al propio medio étnico, social y cultural donde nació. Es cierto que su vinculación a la capital de España se produjo siendo el artista muy joven, y que fue precisamente en la metrópoli donde se formó y realizó casi la totalidad de su obra; pero también es incuestionable que esa huella de origen existe en su plástica y que las constantes más genuinas de la pintura cordobesa de todos los tiempos —dominio del dibujo, sobriedad cromática, rigor compositivo...— han condicionado su personalidad, figurando en todo momento como factores emblemáticos de su estilo. Además, estas esencias andaluzas son también ostensiblemente apreciables en el repertorio temático del artista, pues se encargan de proporcionar, en gran número de casos, una característica iconografía de hondas raíces hispánicas.

En la obra de este villarrense todo lo que subyace es auténtica verdad; no hay lugar para la representación afectada ni para el oportunismo fácil, porque desde la infancia aprendió a valorar el arte como una religión poderosa, como una maravillosa herramienta capaz de posibilitar la interpretación de las claves que fundamentan la propia existencia de los seres que configuran el universo- Por encima del tiempo y de las modas Pedro Bueno permanece fiel a su manera de sentir y de pensar, y así lo refleja en su pintura. Esta congruencia entre su vida y su obra es, sin duda, un valor
más a sumar para estimar su personalidad como pintor.

Para este gran artista, lo nuevo, no implicó necesariamente una destrucción de lo anteriormente logrado en el campo de las artes, sino el rejuvenecimiento subjetivado de aquello que había en lo histórico conseguido.
Su pintura supo quedarse en el preciso equilibrio, en la templanza circunspecta, en la exacta concordia entre los más elevados valores del pasado y las más consistentes esencias de la modernidad.

Miguel C. Clémentson Lope
Pedro Bueno, Córdoba,
Caja Provincial de Ahorros de Córdoba, 1993

"Pedro Bueno"
por Alvaro Delgado




Algo que le caracterizó entre nosotros fue su tendencia a la soledad,
y esa propensión al alejamiento le llevó a ser él mismo más de lo que éramos ninguno de nosotros. Y todo ello -introspección, apartamiento, concepto...— a cimentar el firme convencimiento de que la pintura no es pintura sin el dibujo; idea con la que no comulgan demasiado nuestros contemporá-neos, a quienes el arte abstracto ha servido, a veces, para enmascarar el no saber dibujar. Los grandes abstractos sí dominaban esta práctica: Kandinsky, Klee, Gorky, De Kooning... sabían hacer. El conocimiento del lenguaje que es propio al ámbito del dibujo exige una gran disciplina, lo cual es duro, y su aprendizaje no consiste únicamente en dominar la forma visual que se nos ofrece, sino en adquirir la destreza suficiente para destruirla, reinventarla, advertir en ella su significación mágica... y también para respetarla, traduciéndola a signos gráficos que señalen su trascendencia, en los que se proyecta de manera expresa e inmediata el artista. Pedro Bueno pertenecía a esta última clase de creador. Su paso por la Escuela de Pintura, sus visitas casi diarias al Museo del Prado, su admiración —más bien adoración— por Velázquez, su disciplinado trabajo en las clases de desnudo del Círculo de Bellas Artes, le fueron confirmando su fe en el realismo, sobre el que proyectó con singularidad su natural elegancia y una particular ternura; y también, su dignidad. Decidió ser él mismo, asumiendo el riesgo que ello implicaba, absteniéndose de caer en la servidumbre de lo académico y de lo novedoso. Creo que esas tres cualidades unidas nos dan la clave del hombre, y si añadimos la medida, la destreza, tendremos la del pintor. Y hablo del pintor porque, incluso dibujando, Pedro Bueno es pintor. Buena prueba de ello
es el modelado que imprime a sus apuntes, el juego de luces y sombras, la suavidad del trazo, su preferencia por el lápiz-plomo, que permite una gran flexibilidad para los matices y que usado con tino,
posibilita esa luminosidad tan complaciente, que tanto atraía a nuestro genial Diego, el gran maestro sevillano, en el que Pedro, sin duda, advierte y confirma la lección buscada. Esta diafanidad, perceptible de igual modo en otros autores más próximos en el tiempo, como por ejemplo Renoir, es la misma que sirve a Pedro para tratar aquellos temas que conforman su mundo singularizado: rostros y desnudos de mujer, cabezas de niños, toreros, retratos... y algún estudio para bodegón. Pedro, insisto, fue un solitario muy particular. Su obra en conjunto, tanto óleos como dibujos, es una prueba fehaciente de su noble pugna por no perder el patrimonio inmenso de los grandes maestros del pasado, que una vez traducido a lenguaje pictórico actual, fue usado por el artista como una valiosa herramienta estética que posibilitó la expresión de su propio impulso de creación.

Alvaro Delgado Pedro Bueno: dibujos, Catálogo de la exposición organizada por la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos, Córdoba, 1993.

"Los Dibujos de un Gran Pintor"

por Luis García-Ochoa


Si analizamos los componentes que constituyen la obra plástica de Pedro Bueno —dedicada muy especialmente al retrato— llegaremos a la conclusión de que fue un magnífico dibujante. En esta capacidad reside precisamente la excelencia de su pintura. Por otra parte, no creemos posible la existencia de un buen pintor de retratos que no sea un dibujante suficientemente dotado. En el caso de Pedro Bueno, tal pretendida suficiencia le permitirá alcanzar altas cotas en la difícil propuesta de la representación humana.
Y será en el peculiar estilo de su dibujo donde el pintor fundamentará la distinción de su personalidad. El orden de trabajo de Pedro Bueno se establece, por tanto, sobre un exhaustivo dibujo, base fundamental de su posterior operación colorista. Pero en él existe además un dibujante independiente que, exclusivamente por este medio, llegará a expresarse de manera total. Lincamientos y manchas conseguirán la misma emoción humana y paralela categoría plástica que la obtenida por medio de sus cuadros al óleo, aunque, por supuesto, sean éstos últimos los principales integrantes de su gran obra-Conocemos la condición abstracta de toda representación lineal; sabemos que las líneas no existen en la naturaleza. Unas formaciones lineales sobre un plano no serán sino una manera artificiosa de expresión. Pedro Bueno, que anduvo siempre dentro de los cauces de la modernidad y que vivió al tanto de su época, realizó en el terreno lineal una obra muy significativa, llena de sensibilidad, que, por sí sola, nos da la medida de su talento creador. Así como al hablar de la pintura de Pedro Bueno hemos señalado su principal dedicación al retrato y, muy especialmente, a la imagen femenina, al situarnos frente a sus dibujos volveremos a ver una figuración orientada hacia este mismo sexo, aunque esta vez estarán frecuentemente desnudas las féminas representadas. Los desnudos dibujados por Pedro Bueno nos remitan a los de tantos otros grandes artistas que exaltaron la belleza de la mujer, y dejaron una huella inextinguible en las páginas de la historia del arte.

Luis García-Ochoa
Pedro Bueno: dibujos, Catálogo de la exposición organizada por la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos,Córdoba, 1993


"Pedro Bueno"
por Juan Antonio Gaya Nuño

Pedro Bueno es el típico y honradísimo caso del pintor que pinta lo suyo y lo que quiere, muy por encima de modos y de modas. Ser pintor, pintor sin adjetivo, fue el sueño de su niñez, y para cumplirlo se escapó de su casa a los diecisiete años.
Los guardias lo devolvieron a su tierra. Hay que estar agradecidos a la diputación de Córdoba, que le acordó una beca misérrima, pero con la que Pedro Bueno pudo seguir sus estudios.

Primero, en la Escuela de Artes y Oficios de la calle de Marqués de Cubas; luego, en la de Bellas Artes de San Fernando. Formación perfecta, que le ha convertido en uno de los pintores más responsables de nuestro tiempo, ya que, con amplias facultades propias para elegir el camino que se le antojase, porque en todos hubiera alcanzado el mismo alto nivel, ha preferido continuar en su posición moderada, dándose preferentemente al retrato.

Pero nada tan lejano del academicismo como los retratos firmados por Pedro Bueno. Si en ellos no deshace ningún rasgo del modelo, y si se mantiene fiel y objetivo ante el mismo la personalidad del pintor está siempre presente, no para embellecer ni para afear, sino para presidir y decir la última palabra. No en vano ha pasado Pedro Bueno muchísimas mañanas en el Museo del Prado, tomando lecciones de los maestros que nunca fallan. Ni académico ni revolucionario, sino convencido de su posición intermedia, Pedro Bueno queda en el equilibrio, en la templanza, en el justo fiel. Y ése es el camino más difícil de todos.

Juan Antonio Gaya Ñuño
La pintura española del siglo XX, Madrid, Ibérico Europea de Ediciones, 2.a ed., 1972

"Pedro Bueno"
por Antonio Martínez Cerezo

Su composición es sabiamente simple; su pintura, fina, delgada y clásica; su tema, la figura humana, principalmente el retrato. Dentro de la Escuela es, de siempre, el más cercano a la tradición académica —sin llegar nunca a ese acartonamiento, rigidez, mimetismo y parquedad tonal propios de lo que llamamos academicismo. Su trayectoria artística es modelo de equilibrio y rectitud.
En Pedro Bueno nunca hubo prisa ni nada que se le pareciera. Tal cual pintaba antes de 1962, pinta ahora, sólo que con más experiencia, sabiduría, técnica, recursos y entusiasmo, porque ésta es una constante siempre presente en el quehacer de este cordobés asentado en Madrid, Pedro Bueno ha sido subestimado por quienes le juzgan con miras estrechas sin considerar el grandísimo mérito que encierra el llevar toda una vida haciendo retrato y no haber caído -a pesar de merodearlo- en el grave defecto concesionista de los pintores de corte social. Es una prueba de equilibrio ese bascular en un terreno peligroso sin mancarse más de lo inevitable. Pedro Bueno representa el gozo del pintar. Es prototipo del hombre que pinta porque le gusta, porque es lo suyo y lo sería siendo aunque se condenara por ello a la incomprensión y la indigencia. La suya es esa pintura reposada que se va haciendo lentamente, subiendo de tono en cada jornada, sin machaconería ni fugacidad, es, en suma, una pintura honesta.
Tanto como lo fue ayer y tanto como probablemente lo será mañana.
Las tonalidades de Pedro Bueno siempre han estado dentro de unas gamas frías, preferentemente los azules delicados y muy licuados ligeramente matizados con algún otro tono de gama opuesta, tal como una rosa, que da a las carna-ciones una riqueza emotiva muy característica de su paleta. El color y la forma ponen de manifiesto un pintor que, consciente o inconscientemente, nos muestra un universo de formas humildes, sencillas y melancólicas. Sus cabezas de niñas son intimistas, reflexivas y nostálgicas. Piensan. Viven resignadamente. Sufren en silencio. Es un mundo apacible donde la pobreza se lleva con galanura.
Puede que alguno haya, pero serán poquísimos los rostros pintados por Pedro Bueno en los que se escapa una sonrisa o un gesto de alegría. La regla es que los labios estén prietos, los ojos perdidos en un punto indeterminado y la sensibilidad a flor de piel. La última exposición de Pedro Bueno celebrada
hace unos meses en Biosca nos ha presentado a un pintor figurativo clásico, dueño de una paleta ricamente contenida, dominador de la técnica pictórica hasta en sus más íntimos secretos, hacedor de una pasta ligeramente más rica, pero donde está prohibida la ubicuidad del chorretón, la celeridad y el pegote. Bien dijo Jorge Larco cuando pensó en voz alta: «Sólo ciertos signos técnicos, que pertenecen a nuestra época, parecían apartarlo levemente de su decidido afincamiento en la tradición española». Sigue en la misma posición. Su pintura cubre una parcela, tiene un público, tiene un puesto y una razón
de ser. En la Escuela de Madrid, siempre ha representado el ala más próxima al academicismo. Ahí sigue.

Antonio Martínez Cerezo
La Escuela de Madrid, Madrid, Ibérico Europea de Ediciones, 1977


"Pedro Bueno, El Amigo"
por Matias Prats

Plumas más autorizadas que la mía trazan en este catálogo de dibujos de Pedro Bueno la semblanza y los diversos perfiles del hombre y del artista. Yo debo hablar del amigo sobre toda otra dimensión de su personalidad porque fue la amistad, enteramente la amistad, lo que predominó en una larga relación que comenzó en Villa del Río, donde ambos nacimos y nos criamos, y se extendió literalmente hasta el momento de su muerte en Madrid, en su ático de la calle de Villanueva, sobre el barrio isabelino de Salamanca que tanto amó. Muchos años de convivencia fraterna entre una y otra fecha. Muchos años de bohemia, de estu-dios, de remembranzas comunes, de trabajo, de gloria, en los que el amigo se superpuso siempre, inevitablemente, al grandísimo y pro-fundo pintor de mujeres, de desnudos, de bodegones, al artista de éxito, al viajero exquisito, al conversador sosegado de los atardeceres madrileños, al melómano culto, al visitante contumaz del Museo del Prado, en donde dialogaba casi a diario con don Diego Velázquez y don Francisco Goya, sus venerados maestros, con aquel su aire displicente de lord inglés nacido en tierra cordobesa. Vivíamos en la misma calle de Villa
del Río, dos casas de por medio. Y sentía por él la admiración que se siente de muchacho por quien nos aventaja en edad, en ideas y, sobre todo, en determinaciones. Pedro, que era estimulado por su padre para convertirse en un hombre de provecho, modoso, equilibrado, sujeto a un trabajo y a un sueldo fijo, encontró en su madre, guapísima, culturalmente más inquieta, el apoyo y la comprensión que su temperamento de artista en ciernes necesitaba. Sus celebradas «Maternidades» podrían tener su raíz oculta en esta fijación del amor a su madre.
Su otra fijación fue el arte, una forma de evasión que le permitía salirse de un mundo que le oprimía y entrar en otro más propio y auténtico, poblado de seres y cosas a los que él confería un lenguaje común. En algunos momentos y lugares, en la camareta de su casa del pueblo, su primer Estudio, cuando soñaba con huir a la Corte, en Córdoba, ya becario, en Madrid, alumno de las Escuelas de Artes y Oficios y de la de San Fernando, logré entrar de hurtadillas en su mundo de soledades. El me hablaba de pintura y yo le hablaba de toros. El me contaba su lucha con las formas y las luces y yo le adelantaba lo hermoso que es domeñar las palabras.

Matías Prats
Pedro Bueno: dibujos, Catálogo de la exposición organizada por la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos, Córdoba, 1993



"Pedro Bueno"
por Agustín Redondela


Siempre he admirado a Pedro Bueno como pintor, y lo he querido como amigo. Nos conocimos hace muchos años, en tiempos muy difíciles de nuestra posguerra. Pedro era ya un pintor destacado; yo celebraba mis primeras exposiciones, en las que siempre encontré su afecto.

Recuerdo esos años con cierta nostalgia, a pesar de lo duros que fueron.
Entre compañeros existía una unidad entrañable: homenajes, cenas improvisadas a propósito de alguna inauguración, ¡cualquier motivo era pretexto para reunirnos! Aunque estábamos todos sin una peseta, nos mantenía la pasión por la pintura.

Pedro, con su aspecto de galán de cine, alto, elegante, siempre estaba dispuesto a celebrar el éxito de cualquiera de sus amigos, y a terminar la velada en alguno de sus entrañables tablaos flamencos, que tanto le gustaban como buen cordobés. Recuerdo las cenas en «El Comunista», una modesta taberna donde nos encontrábamos con frecuencia. Pedro se entretenía realizando preciosos dibujos en los manteles de papel; luego nos regalaba estos apuntes entre risas, que intercambiaba por nuestros gestos de agradecimiento: —¡Esto no vale nada!, solía decirnos cortésmente, acompañando sus palabras con modestos ademanes. La obra de Pedro Bueno se ha distinguido siempre por estar infiltrada de la particular elegancia y sobriedad que él tenía, de su propia persona. Podrían destacarse
de ella sus magníficos bodegones; el encanto sublime de sus maternidades; su labor, en conjunto, como retratista, tema tan difícil, en el que Pedro destacó con geniales aciertos, que lo situaron como el mejor de su generación en esta materia. Pero sobre todo, por encima de cualquier aspecto o circunstancia, Pedro destacó por su calidad de PINTOR. Pedro nos ha dejado, y con estas líneas quiero unirme a todos los homenajes que se merece... Como amigo, y como el gran pintor que ha sido. ¡Ya no te encontraré en el Museo del Prado, con tu admirado Velázquez! Tampoco coincidiremos en la inauguración de la exposición de un amigo, pero siempre te recordaré, porque..., Pedro, te quiero. De verdad.

Agustín Redondela Pedro Bueno: dibujos, Catálogo de la exposición organizada por la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos, Córdoba, 1993


"El Pintor Pedro Bueno"
por Francisco Zueras



...Hay que decir ya que si es cierto que Pedro Bueno ha estado identificado desde 1945, como hemos visto, con esta Escuela de Madrid, y que sus influencias hay que bus-carlas en los maestros del Prado y en los de la vanguardia europea, también es verdad que en la obra de este gran pintor nacido en Villa del Río ha jugado un papel muy importante lo telúrico. Algunos rasgos de su pintura denotan la fidelidad del pintor a su tierra cordobesa de origen, es decir, al medio étnico, social y cultural en que nació. Cierto que Pedro Bueno marchó a Madrid muy joven y que allí se formó y realizó buena parte de su obra, pero también es cierto que esa huella de origen y las constantes de la pintura cordobesa de todos los tiempos —el dominio del dibujo y la sobriedad cromática- han condicionado su personalidad. Y esta capacidad de autonutrición de Pedro Bueno se incrementaría también con sus cada año más largas estancias en su pueblo natal de Villa del Río, para él de tanto sig-nificado. En esta casa de Villa del Río, con su inevitable tirón telúrico; haría que Pedro Bueno se apasionase por el tema del «bodegón» de pequeño formato, utilizando como protagonistas de sus cuadros los frutos de su tierra natal. Desde los comienzos de los años setenta, Pedro Bueno profundizaría, a través de este género, en el análisis e interpretación de la verdad de la naturaleza.
Granadas y membrilíos, melocotones y cerezas, y en fin, todos los frutos de la campiña cordobesa, serían sometidos al más concienzudo estudio, convir-tiendo, eso sí, lo meramente físico en pintura de muy altos vuelos. Consiguiendo que estos temas -o los de unas humildes rosas coloca-das en un pequeño florero— alcan-cen una jerarquía monumental. Pintando en su estudio de Villa del Río, junto al jardín y al Guadalquivir, inmerso en el paisaje que le transmitía el temblor emocional de la infancia, Pedro Bueno también recreó, año tras año, otros aspectos del mundo villarrense. Desde las composiciones evocadas hasta su paisaje, pasando por los retratos de tantas muchachas humildes en cuyos rostros resplandece la inocencia...

Francisco Zueras
El arte en las Cajas de Ahorros, Caja Provincial de Ahorros de Córdoba, 1983

Pedro Bueno Villarejo, pintor universal

Pedro Bueno nació en Villa del Río en 1910 y murió en Madrid el 14 de enero de 1993. Pensionado por la Diputación Provincial de Córdoba se traslada a Madrid para realizar sus estudios, primero en la Escuela de Artes y Oficios y luego en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando.

Tras el paréntesis de la Guerra Civil, en la que sería herido, reanudó sus estudios, obteniendo los principales premios que otorgaba la Academia de Bellas Artes de San Fernando: El Paular y Molina Higueras. En 1943 expone en el Salón de los Once, de la Galería Biosca, presentado por el poeta y crítico de arte Enrique Azcoaga.

En el mismo año obtiene el primer reconocimiento oficial: tercera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes por su obra Retrato de la poetisa Dolores Catarineu. En los años 1944 y 1947 celebra exposiciones en las galerías Biosca y Buchholz, y en 1945 participa en la exposición Joven Escuela Madrileña, junto a destacados nombres, y en ese mismo año viajara a Inglaterra pensionado con la beca del conde de Cartagena por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. En 1950 participa en otra exposición de la Joven Escuela Madrileña, en Biosca, y en la Exposición Internacional de Arte Contemporáneo de El Cairo.

En 1954 Pedro Bueno se consagra plenamente, al obtener primera medalla de la Exposición Nacional de Bellas Artes por su obra Retrato de "La esposa del pintor Álvaro Delgado", que simbolizo el triunfo total de la modernidad en el género del retrato, del que el artista de Villa del Río llegaría a ser uno de los maestros supremos. En 1975 se le adjudican los primeros premios de los concursos nacionales de Alicante y de Córdoba.

Pedro Bueno, a pesar de su innata predisposición hacia el alejamiento del mundo de las exposiciones, a partir de este triunfo seguirá estando presente en las muestras representativas de la nueva pintura española - por ejemplo, en las bienales hispanoamericanas- y en galerías de Madrid y Córdoba principalmente, triunfando con sus personales maternidades, retratos, cabezas femeninas y bodegones. Su obra está ampliamente representada en Córdoba, sobre todo gracias a la donación de una brillante colección de sus cuadros que Pedro Bueno hizo a la Caja Provincial de Ahorros de Córdoba, además de sus casas de Villa del Río y de la Judería cordobesa, con el fin de que su obra, constituida en museo, quede conservada para el futuro. (Gran parte de esta obra se exhibe desde abril de 1993 en las salas dedicadas al pintor en el Palacio de Viana de Córdoba).

La labor de este artista ha sido reconocida con diversos galardones: medalla de oro de la ciudad de Córdoba, Zahira de Oro, medalla del Trabajo, miembro de la Real Academia de Córdoba y premio Barón de Forna de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.