(Autor: Carlos Clementson. Revista de Feria 1986)
La reconstrucción y restauración del antiguo y derruido castillo medieval villarense e iglesia aneja, ara su conversión en flamante y hermoso Ayuntamiento de la Villa –restauración cargada de sabor de época y moderno confort- por su significación en nuestra vida provincial, es un acontecimiento que nos induce a distintas reflexiones.
No es frecuente, mejor dicho, es casi insólito, que una vieja fábrica destartalada y notoriamente ruinosa, como el complejo histórico villarense, sufra un tan profundo proceso restaurados hasta el punto de convertirse en un edificio nobilísimo, bello y lo que es igualmente considerable, apto para su uso público como Ayuntamiento de la ciudad.
Si a muchos de nosotros, hace sólo algunos años, nos hubiera sólo presentado alguna de las imágenes arquitectónicas que hoy cualquier convenio puede ver ante sí, hubiéramos dudado de lo que veíamos. Nos hubiera parecido un espejismo, un espejismo de rigor estético y de armonía mas solo una quimera. O todo lo más, una utopía; un sueño local de difícil, casi imposible realización.
Pero el prodigio, unos años después se ha materializado, ha cobrado cuerpo y compostura, y la antigua fábrica renovada ha venido a enriquecer bellamente nuestro patrimonio común.
Nuestra clara Villa fluvial –blanco lebrel recostado a las verdes márgenes del Guadalquivir- no es lugar de vetusta o acrisolada solera histórica, abundante en generosos vestigios del pasado, como otros núcleos provinciales de asentamiento antiguo. Nuestro pueblo es joven, y como joven, dinámico, esforzado y creativo, con más empuje hacia el futuro que nostálgicas añoranzas del pasado, tantas veces esterilizadoras y frustrantes.
Pero esta savia juvenil y esta limpia mirada abierta hacia el mañana no le llevan a renunciar a ninguna de sus más íntimas señas de identidad en el tiempo. Y si no puede alardear del prestigioso acervo histórico-artístico de otras localidades de la provincia, si sabe reivindicar y revalorizar los contactos vestigios arquitectónicos que justamente lo ennoblecen; vestigios que si no muy nomerosos, si al menos lo son de gran belleza plástica, de honda significación, y de muy señalada y expresiva localización a la vista del visitante o del viajero.
Puerta oriental de la provincia, nuestro armónico y grácil puente romano saluda al turista azacaneado de la Nacional IV con el permanente prodigio de sus piedras, maduras y doradas por el sol de los siglos.
Frente al ajetreo y la prisa del tráfico automovilístico, la quietud y la noche serenidad de las piedras labradas pronuncian su elección, sintiendo bajo la curva de sus arcos, el fluir sosegado y casi imperceptible del tiempo: Lección de sabiduría romana y permanencia; expresión de nuestra radical latinidad cordobesa.
Y así, el viajero que se adentra en nuestra provincia sabe, porque esas viejas piedras se lo dicen en el noble lenguaje del Lacio, que está pisando suelo y tierra romanos. Se lo dice con la antigua “virtud de las piedras labradas” en las que creía el poeta.
Si levanta luego los ojos hacia los opimos olivares del Monte Real, de verdor casi funeral y plata vivida, descubrirá la nítida ermita campesina de Nuestra Señora de la Estrella, ese entrañable prodigio popular de arquitectura dieciochesca que le dará razón de nuestras raíces cristianas y barrocas.
Y unos cientos de metros delante, junto a la misma carretera, en el centro mismo de nuestro pueblo – si no es la primera vez que lo atraviesa- , casi se frotará los ojos este año al contemplar cómo al mismo costado de su automóvil se alza, flamante, sólida y armónica, una nueva construcción de históricos empaque y armoniosa apostura: nuestro nuevo Ayuntamiento y rescatado castillo árabe, que le dará razón de esa otra raíz de nuestra estirpe, la omeya y califal, que no mora; la que reelaboró y difundió en Occidente el legado luminoso de la tradición.
Y casi sin dar crédito a sus ojos, habituados de años atrás a contemplar sólo unas ruinas anodinas como hay tantas, quizá detenga su vehículo y se acerque a la plaza bien dispuesta, y se recree en la renovada belleza de la artística fachada, y pregunte, y casi se quede con las ganas de penetrar en el acogedor recinto, o entre en él; y allí podrá apreciar la excelente acomodación lograda por los arquitectos José Luis Lope y Jaime Alvear, del ayer destartalado ámbito en aras de una necesaria utilidad pública. Y se sorprenderá de la noche prestancia de la escalinata, y de la amplia y lograda sala capitular, y gozará de la dilatada panorámica del Guadalquivir y de su vega, y de la Sierra remota, y entonces podrá ver cómo esta empresa es obra de todo un pueblo, de un pueblo joven y animoso que mira al futuro en confianza, y sabe hacer de su pasado, que también lo tiene, algo fecundo, actuante, útil y ejemplar; una palanca del presente para levantar su futuro.
La reconstrucción y restauración del antiguo y derruido castillo medieval villarense e iglesia aneja, ara su conversión en flamante y hermoso Ayuntamiento de la Villa –restauración cargada de sabor de época y moderno confort- por su significación en nuestra vida provincial, es un acontecimiento que nos induce a distintas reflexiones.
No es frecuente, mejor dicho, es casi insólito, que una vieja fábrica destartalada y notoriamente ruinosa, como el complejo histórico villarense, sufra un tan profundo proceso restaurados hasta el punto de convertirse en un edificio nobilísimo, bello y lo que es igualmente considerable, apto para su uso público como Ayuntamiento de la ciudad.
Si a muchos de nosotros, hace sólo algunos años, nos hubiera sólo presentado alguna de las imágenes arquitectónicas que hoy cualquier convenio puede ver ante sí, hubiéramos dudado de lo que veíamos. Nos hubiera parecido un espejismo, un espejismo de rigor estético y de armonía mas solo una quimera. O todo lo más, una utopía; un sueño local de difícil, casi imposible realización.
Pero el prodigio, unos años después se ha materializado, ha cobrado cuerpo y compostura, y la antigua fábrica renovada ha venido a enriquecer bellamente nuestro patrimonio común.
Nuestra clara Villa fluvial –blanco lebrel recostado a las verdes márgenes del Guadalquivir- no es lugar de vetusta o acrisolada solera histórica, abundante en generosos vestigios del pasado, como otros núcleos provinciales de asentamiento antiguo. Nuestro pueblo es joven, y como joven, dinámico, esforzado y creativo, con más empuje hacia el futuro que nostálgicas añoranzas del pasado, tantas veces esterilizadoras y frustrantes.
Pero esta savia juvenil y esta limpia mirada abierta hacia el mañana no le llevan a renunciar a ninguna de sus más íntimas señas de identidad en el tiempo. Y si no puede alardear del prestigioso acervo histórico-artístico de otras localidades de la provincia, si sabe reivindicar y revalorizar los contactos vestigios arquitectónicos que justamente lo ennoblecen; vestigios que si no muy nomerosos, si al menos lo son de gran belleza plástica, de honda significación, y de muy señalada y expresiva localización a la vista del visitante o del viajero.
Puerta oriental de la provincia, nuestro armónico y grácil puente romano saluda al turista azacaneado de la Nacional IV con el permanente prodigio de sus piedras, maduras y doradas por el sol de los siglos.
Frente al ajetreo y la prisa del tráfico automovilístico, la quietud y la noche serenidad de las piedras labradas pronuncian su elección, sintiendo bajo la curva de sus arcos, el fluir sosegado y casi imperceptible del tiempo: Lección de sabiduría romana y permanencia; expresión de nuestra radical latinidad cordobesa.
Y así, el viajero que se adentra en nuestra provincia sabe, porque esas viejas piedras se lo dicen en el noble lenguaje del Lacio, que está pisando suelo y tierra romanos. Se lo dice con la antigua “virtud de las piedras labradas” en las que creía el poeta.
Si levanta luego los ojos hacia los opimos olivares del Monte Real, de verdor casi funeral y plata vivida, descubrirá la nítida ermita campesina de Nuestra Señora de la Estrella, ese entrañable prodigio popular de arquitectura dieciochesca que le dará razón de nuestras raíces cristianas y barrocas.
Y unos cientos de metros delante, junto a la misma carretera, en el centro mismo de nuestro pueblo – si no es la primera vez que lo atraviesa- , casi se frotará los ojos este año al contemplar cómo al mismo costado de su automóvil se alza, flamante, sólida y armónica, una nueva construcción de históricos empaque y armoniosa apostura: nuestro nuevo Ayuntamiento y rescatado castillo árabe, que le dará razón de esa otra raíz de nuestra estirpe, la omeya y califal, que no mora; la que reelaboró y difundió en Occidente el legado luminoso de la tradición.
Y casi sin dar crédito a sus ojos, habituados de años atrás a contemplar sólo unas ruinas anodinas como hay tantas, quizá detenga su vehículo y se acerque a la plaza bien dispuesta, y se recree en la renovada belleza de la artística fachada, y pregunte, y casi se quede con las ganas de penetrar en el acogedor recinto, o entre en él; y allí podrá apreciar la excelente acomodación lograda por los arquitectos José Luis Lope y Jaime Alvear, del ayer destartalado ámbito en aras de una necesaria utilidad pública. Y se sorprenderá de la noche prestancia de la escalinata, y de la amplia y lograda sala capitular, y gozará de la dilatada panorámica del Guadalquivir y de su vega, y de la Sierra remota, y entonces podrá ver cómo esta empresa es obra de todo un pueblo, de un pueblo joven y animoso que mira al futuro en confianza, y sabe hacer de su pasado, que también lo tiene, algo fecundo, actuante, útil y ejemplar; una palanca del presente para levantar su futuro.