(Rafael Moreno Baldomero)
Fuente: Revista de Feria de 1996
En la revista de feria del año pasado, contaba cómo encontré en la Biblioteca Municipal un libro de un tal Rafael Beao titulado "Sociología del Islam y Filosofía de sus enseñanzas" y dentro una serie de hojas manuscritas que contenían diferentes historias o leyendas, no están muy claras las diferencias entre unas y otras referentes a lugares de Villa del Río.
Dichas hojas, además de la leyenda del Árbol del Amor, contiene esta otra, sin nombre en el original, y que después de conocida por los lectores coincidirán conmigo que en realidad se refiere a esta plaza. Dice así, una vez transcrita al actual castellano.
"Corría el año de gracia de mil y quinientos y cuarenta y ocho y yo vivía en esta Aldea del Río, en la calle tinte, con mis padres, Esteban y Julia, y mis hermanos Manuel Hipólito y Julia.
Mi padre, que procedía de un pueblecito de Logroño de la comarca de Cameros, tenía, de ello vivíamos, una bodega y taberna que despachaba vinos manchegos con el nombre de riojas por aquello de que mi abuelo era de allí y había venido hasta estos lugares tan lejanos enrolado en una gleba de soldados reales que acá pernoctó una noche de julio del año 1495 y aquí conoció a la que después sería mi abuela Antonia y por estos lares se quedó pues en su lugar nada lo retenía al no tener nada ya que era un simple pegujalero. Desde entonces nos conocen con el nombre de "los maños". Yo no llegué a conocer a mi abuelo, pero dice mi padre, yo no me lo creo, que el grupo de soldados con el que vino fue el que escoltó a la imagen de la Virgen que encontraron en el coto de Monterreal y que llamaron la Estrella.
En aquel tiempo al que me refiero era yo niño de nueve o diez años y ayudaba a mi padre en atender a los parroquianos que venían a nuestra taberna. Han pasado casi setenta años, pero aún lo recuerdo todo perfectamente con la memoria que da la mucha edad para los hechos pasados.
Aislada al final del pueblo existía una ruinosa y abandonada casa que nadie recordaba por quién había ido habitada pero que lo tuvo que ser por persona acaudalada y muy principal, a la vista de los restos que quedaban. Allí íbamos los niños del lugar y aquella ruina nos servía para nuestros juegos y guerrillas. No nos podíamos imaginar lo que iba a ocurrir en aquel lugar ni el secreto que aquella desolada casa ocultaba.
El caso fue que con motivo de que el pueblo iba ensanchando hubo que asolar aquella ruina para labrar nuevos edificios y al derribar los albañiles uno de los muros que quedaban en pie observaron que parte de él aparecía hueco como si allí hubiera existido una a modo de puerta, pues tenía un dintel, ya que más tarde hubiera sido tapiada. Pero su grande sorpresa fue cuando al descubrirla completamente encontraron en el vano oculto dos esqueletos de pie y en una de las paredes una tosca cruz grabada y fabricada con mucha rudeza como con instrumento muy primitivo.
La voz del hallazgo corrió por todo el pueblo que acudió presuroso a contemplar tamaño fenómeno. Llegaron autoridades acompañados de alguaciles que ordenaron retirar aquellos restos que, todos pudimos comprobar, pertenecían a dos niños de unos diez o doce años y que la cruz que allí se encontró parecía haber sido hecha con las uñas por aquellos infelices que dieron testimonio de esta manera de su fe y que, al parecer, habían sido emparedados hacia muchos años.
Nadie supo dar noticia de aquel sucedido y poco a poco olvidose el asunto y no hubiera quedado memoria en él a no ser por lo que ha ocurrido hace unos días.
Mi padre hace años que murió y yo continuo con el negocio de la bodega que con el tiempo ha habido necesidad de ampliar ya que a él acuden al atardecer la mayoría de los varones del pueblo y todo aquel que por él transita, que son muchos pues aquí esta establecida la aduana para el cobro del portazgo de los pinos que entran en este Reino de Córdoba por el Guadalquivir y por ser esta la primera población de dicho reino con la que se encuentran todos los viajeros que procedentes de Castilla atraviesas el puerto del Muradal.
Por lo tanto, no llama en demasiada atención la llegada de gentes forasteras. Pero hace unos días abriose la puerta de la taberna y todos quedamos en silencio, por lo sorprendidos, al ver entrar a un anciano de alba barba y luengos y también nevados cabellos y de aspecto venerable pero imponente. Iba bien aderezado y con ricos vestidos compuestos. Venía acompañado de un enano vestido de forma extravagante, con almilla de bayeta verde y bonete colorado toledano. Traía en la mano un alcatia que luego desplegó para que su amo en ella se sentara.
Una vez acomodados, pidió para sí y su pequeño criado una jarra de vino yema. En esta sazón discurría cuando el venerable, ayudado por el enano, se levantó y con voz profunda que a todos causó pavor dijo: -Estemen vuestras mercedes atentos y pido se me dé licencia para dirigirme a tan honorable audiencia a fin de contaos una grande y puntual historia.
Así dijo y todos quedamos atónitos, pero como asentimos con movimientos de cabeza, el anciano comenzó el discurso de su plática:
- Hace muchos, muchos años, en otro felicísimo tiempo, vivía en este pueblo una familia de cristianos viejos que tenía dos hijos mellizos que eran la alegría de todos. Conservaban su religión inconmovibles, a pesar de vivir en una tierra en la que todos sus habitantes profesaban el dogma de Alá, Dios los haya perdonado.
Uno de ellos, Ibn Yuici al-Abbar, vivía en una gran casa palacio, hoy desaparecida, en las afueras de la Aldea. Pertenecía al-Abbar a la secta de los hasisin por lo que era temido por todos, cristianos, mahometanos y judíos que este lugar compartían.
De todos es sabido que el miedo siempre lleva de la mano a la curiosidad, acrecentada ésta porque aquella casa estaba rodeada por un seto tan grande y espeso que nadie podía ver lo que ocultaba al otro lado y que daba un aspecto muy misterioso a aquel lugar, por lo desconocido.
No eran ajenos a aquellos sentimientos, a pesar de sus pocos años, nuestros dos pequeños mellizos que siempre que podían escapaban a curiosear en los alrededores de aquella casa en la que, según contaban, se llevaban a cabo secretas ceremonias a las que, incluso decían, acudían yinn (demonios).
Uno de aquellos días de los que escapaban de casa, llegaron junto al seto del enigmático palacio y allí se encontraban tratando de ver algo de lo que su interior encerraba cuando de pronto y de una forma sorprendente se abrió en el espeso ramaje un espacio suficiente como para dar paso a nuestros niños. Al mismo tiempo, pudieron ver un maravilloso prado alfombrado con multitud de flores de todos los colores que cubrían el suelo y pequeños y extraños animalitos que jugueteaban entre ellas y que parecían invitarles a traspasar el seto con la promesa de las más inigualables diversiones y juegos.
No lo dudaron y entraron en lo que ellos creyeron en su inocencia el paraíso. Tan ensimismados estaban que no advirtieron que detrás de ellos, un ser algo estevado, moreno de rostro, velloso en el cuerpo y de vista amenazadora, cerraba aquel espacio por el que habían entrado y que así volvía a convertirse en un seto impenetrable.
No se volvió a saber nada de ellos, desaparecieron. Se mandaron buscar por público pregón y se dieron numerosas batidas sin el menor éxito. Algunos vecinos comentaron haberlos visto el día anterior merodear cerca de la casa de alabar. Allí, las autoridades seguidas de los vecinos rebuscaron por todas partes y nada ni a nadie encontraron. La casa estaba completamente vacía, como si nadie hubiera vivió nunca, como si sus moradores no hubieran existido.
Dos gruesas lágrimas corrieron por aquella noble faz y dirigiéndose hacia la puerta dijo el enano: -Vamos al-Abbar. Y desapareció.
Todos los presentes quedamos estupefactos por aquel relato que, enseguida, los más viejos relacionamos con la aparición hacía ya algunos años de aquellos cadáveres emparedados.
Tal como ocurrió y tal como me contaron así dejo escrito para general conocimiento de las gentes, que pasado el tiempo, vengan a vivir a esta Aldea del Río y puedan conocer el por qué del nombre de este lugar en el que hemos colocado una gran cruz en recuerdo y memoria de todo lo ocurrido y como homenaje a aquellos dos desdichados mocitos"
Este documento viene con una firma, "Rafael el Maño". Por desgracia no hemos podido encontrar ningún archivo que confirme la existencia real de ninguno de los personajes que en esta leyenda se nombran. No sabemos con seguridad si existieron en algún tiempo o si vivieron o no en esta nuestra Aldea o si todo es pura y simplemente una invención, porque ¿Quién es capaz de determinar dónde empieza y termina la frontera entre la realidad y la pura imaginación?
Fuente: Revista de Feria de 1996
En la revista de feria del año pasado, contaba cómo encontré en la Biblioteca Municipal un libro de un tal Rafael Beao titulado "Sociología del Islam y Filosofía de sus enseñanzas" y dentro una serie de hojas manuscritas que contenían diferentes historias o leyendas, no están muy claras las diferencias entre unas y otras referentes a lugares de Villa del Río.
Dichas hojas, además de la leyenda del Árbol del Amor, contiene esta otra, sin nombre en el original, y que después de conocida por los lectores coincidirán conmigo que en realidad se refiere a esta plaza. Dice así, una vez transcrita al actual castellano.
"Corría el año de gracia de mil y quinientos y cuarenta y ocho y yo vivía en esta Aldea del Río, en la calle tinte, con mis padres, Esteban y Julia, y mis hermanos Manuel Hipólito y Julia.
Mi padre, que procedía de un pueblecito de Logroño de la comarca de Cameros, tenía, de ello vivíamos, una bodega y taberna que despachaba vinos manchegos con el nombre de riojas por aquello de que mi abuelo era de allí y había venido hasta estos lugares tan lejanos enrolado en una gleba de soldados reales que acá pernoctó una noche de julio del año 1495 y aquí conoció a la que después sería mi abuela Antonia y por estos lares se quedó pues en su lugar nada lo retenía al no tener nada ya que era un simple pegujalero. Desde entonces nos conocen con el nombre de "los maños". Yo no llegué a conocer a mi abuelo, pero dice mi padre, yo no me lo creo, que el grupo de soldados con el que vino fue el que escoltó a la imagen de la Virgen que encontraron en el coto de Monterreal y que llamaron la Estrella.
En aquel tiempo al que me refiero era yo niño de nueve o diez años y ayudaba a mi padre en atender a los parroquianos que venían a nuestra taberna. Han pasado casi setenta años, pero aún lo recuerdo todo perfectamente con la memoria que da la mucha edad para los hechos pasados.
Aislada al final del pueblo existía una ruinosa y abandonada casa que nadie recordaba por quién había ido habitada pero que lo tuvo que ser por persona acaudalada y muy principal, a la vista de los restos que quedaban. Allí íbamos los niños del lugar y aquella ruina nos servía para nuestros juegos y guerrillas. No nos podíamos imaginar lo que iba a ocurrir en aquel lugar ni el secreto que aquella desolada casa ocultaba.
El caso fue que con motivo de que el pueblo iba ensanchando hubo que asolar aquella ruina para labrar nuevos edificios y al derribar los albañiles uno de los muros que quedaban en pie observaron que parte de él aparecía hueco como si allí hubiera existido una a modo de puerta, pues tenía un dintel, ya que más tarde hubiera sido tapiada. Pero su grande sorpresa fue cuando al descubrirla completamente encontraron en el vano oculto dos esqueletos de pie y en una de las paredes una tosca cruz grabada y fabricada con mucha rudeza como con instrumento muy primitivo.
La voz del hallazgo corrió por todo el pueblo que acudió presuroso a contemplar tamaño fenómeno. Llegaron autoridades acompañados de alguaciles que ordenaron retirar aquellos restos que, todos pudimos comprobar, pertenecían a dos niños de unos diez o doce años y que la cruz que allí se encontró parecía haber sido hecha con las uñas por aquellos infelices que dieron testimonio de esta manera de su fe y que, al parecer, habían sido emparedados hacia muchos años.
Nadie supo dar noticia de aquel sucedido y poco a poco olvidose el asunto y no hubiera quedado memoria en él a no ser por lo que ha ocurrido hace unos días.
Mi padre hace años que murió y yo continuo con el negocio de la bodega que con el tiempo ha habido necesidad de ampliar ya que a él acuden al atardecer la mayoría de los varones del pueblo y todo aquel que por él transita, que son muchos pues aquí esta establecida la aduana para el cobro del portazgo de los pinos que entran en este Reino de Córdoba por el Guadalquivir y por ser esta la primera población de dicho reino con la que se encuentran todos los viajeros que procedentes de Castilla atraviesas el puerto del Muradal.
Por lo tanto, no llama en demasiada atención la llegada de gentes forasteras. Pero hace unos días abriose la puerta de la taberna y todos quedamos en silencio, por lo sorprendidos, al ver entrar a un anciano de alba barba y luengos y también nevados cabellos y de aspecto venerable pero imponente. Iba bien aderezado y con ricos vestidos compuestos. Venía acompañado de un enano vestido de forma extravagante, con almilla de bayeta verde y bonete colorado toledano. Traía en la mano un alcatia que luego desplegó para que su amo en ella se sentara.
Una vez acomodados, pidió para sí y su pequeño criado una jarra de vino yema. En esta sazón discurría cuando el venerable, ayudado por el enano, se levantó y con voz profunda que a todos causó pavor dijo: -Estemen vuestras mercedes atentos y pido se me dé licencia para dirigirme a tan honorable audiencia a fin de contaos una grande y puntual historia.
Así dijo y todos quedamos atónitos, pero como asentimos con movimientos de cabeza, el anciano comenzó el discurso de su plática:
- Hace muchos, muchos años, en otro felicísimo tiempo, vivía en este pueblo una familia de cristianos viejos que tenía dos hijos mellizos que eran la alegría de todos. Conservaban su religión inconmovibles, a pesar de vivir en una tierra en la que todos sus habitantes profesaban el dogma de Alá, Dios los haya perdonado.
Uno de ellos, Ibn Yuici al-Abbar, vivía en una gran casa palacio, hoy desaparecida, en las afueras de la Aldea. Pertenecía al-Abbar a la secta de los hasisin por lo que era temido por todos, cristianos, mahometanos y judíos que este lugar compartían.
De todos es sabido que el miedo siempre lleva de la mano a la curiosidad, acrecentada ésta porque aquella casa estaba rodeada por un seto tan grande y espeso que nadie podía ver lo que ocultaba al otro lado y que daba un aspecto muy misterioso a aquel lugar, por lo desconocido.
No eran ajenos a aquellos sentimientos, a pesar de sus pocos años, nuestros dos pequeños mellizos que siempre que podían escapaban a curiosear en los alrededores de aquella casa en la que, según contaban, se llevaban a cabo secretas ceremonias a las que, incluso decían, acudían yinn (demonios).
Uno de aquellos días de los que escapaban de casa, llegaron junto al seto del enigmático palacio y allí se encontraban tratando de ver algo de lo que su interior encerraba cuando de pronto y de una forma sorprendente se abrió en el espeso ramaje un espacio suficiente como para dar paso a nuestros niños. Al mismo tiempo, pudieron ver un maravilloso prado alfombrado con multitud de flores de todos los colores que cubrían el suelo y pequeños y extraños animalitos que jugueteaban entre ellas y que parecían invitarles a traspasar el seto con la promesa de las más inigualables diversiones y juegos.
No lo dudaron y entraron en lo que ellos creyeron en su inocencia el paraíso. Tan ensimismados estaban que no advirtieron que detrás de ellos, un ser algo estevado, moreno de rostro, velloso en el cuerpo y de vista amenazadora, cerraba aquel espacio por el que habían entrado y que así volvía a convertirse en un seto impenetrable.
No se volvió a saber nada de ellos, desaparecieron. Se mandaron buscar por público pregón y se dieron numerosas batidas sin el menor éxito. Algunos vecinos comentaron haberlos visto el día anterior merodear cerca de la casa de alabar. Allí, las autoridades seguidas de los vecinos rebuscaron por todas partes y nada ni a nadie encontraron. La casa estaba completamente vacía, como si nadie hubiera vivió nunca, como si sus moradores no hubieran existido.
Dos gruesas lágrimas corrieron por aquella noble faz y dirigiéndose hacia la puerta dijo el enano: -Vamos al-Abbar. Y desapareció.
Todos los presentes quedamos estupefactos por aquel relato que, enseguida, los más viejos relacionamos con la aparición hacía ya algunos años de aquellos cadáveres emparedados.
Tal como ocurrió y tal como me contaron así dejo escrito para general conocimiento de las gentes, que pasado el tiempo, vengan a vivir a esta Aldea del Río y puedan conocer el por qué del nombre de este lugar en el que hemos colocado una gran cruz en recuerdo y memoria de todo lo ocurrido y como homenaje a aquellos dos desdichados mocitos"
Este documento viene con una firma, "Rafael el Maño". Por desgracia no hemos podido encontrar ningún archivo que confirme la existencia real de ninguno de los personajes que en esta leyenda se nombran. No sabemos con seguridad si existieron en algún tiempo o si vivieron o no en esta nuestra Aldea o si todo es pura y simplemente una invención, porque ¿Quién es capaz de determinar dónde empieza y termina la frontera entre la realidad y la pura imaginación?