PASEO POR LA CIUDAD: Gala del Betis, risueña Villa.

"Gala del Betis,
risueña villa,
pueblo bendito donde nací;
quiero ser bueno, quiero ser sabio
para ser hijo digno de ti. "



El himno de Villa del Río, del poeta y maestro de escuela don Diego Molleja, era la coplilla que canturreaba la gente en aquellos largos, densos y silenciosos veranos primeros de la posguerra, cuando Villa del Río, como todo los pueblos de España, se desperezaba de nuevo con la nostálgicas campanadas del ángelus, y los días, los sueños, se tornaban, sin remedio, suspiros de esperanza.

Hija de este pueblo y testigo de mucha historia vieja y nueva, quiero servir de guía al viajero por el itinerario más anecdótico y mágico. Vamos a trasladarnos al corazón espiritual de todo pueblo: su iglesia parroquial de la Inmaculada Concepción, escenario perenne de vidas y muertes.

Poyetes, árboles, una pequeña fuente estrenada recientemente...; un hermoso atrio, patio común donde los villarenses nos congregamos para asistir a bodas, bautizos, entierros, primeras comuniones... ¡Cuántos juegos, cuantos encuentros, cuántas historias entre toque y toque de novenas, rosarios, misas, procesiones! ¡Cuánta sonrisas, cuántas lágrimas, cuantas oraciones cada año, cuando el pueblo en pleno, engalanado con sus mejores prendas y tras un largo y caluroso recorrido por calles y plazas, acompañando la Virgen de Estrella, nuestra patrona, asiste como emoción a la quema de fuegos artificiales, a la traca, al trueno gordo que cada 8 de septiembre remite a nuestras raíces y tradiciones.


Nada más entrar en la iglesia, a la derecha, además de la pila bautismal nos encontramos con un enorme cuadro de las ánimas benditas en el purgatorio. Allí, ante un gran catafalco, se celebraba en noviembre el mes de ánimas, que transcurría entre olores de castañas asadas y doblar de campanas ininterrumpido. Era un mes negro, triste, casi siniestro.

Otro lugar inolvidable, permanece, en el Sagrario. Allí, el monumento de los Jueves Santo, las interminables horas de vela, los días de retiro, las horas de meditación, la adoración nocturna...; y allí, día y noche, una lamparilla encendida, un pequeño sagrario de pan de oro, una Virgen del Carmen... La iglesia es grande - tres hermosas naves - y, ambos lados, altares testimonios de fervor y devoción de familias del pueblo.

Antes de abandonar la parroquia, una mirada al coro y al campanario. Se accede a ambos por una misteriosa escalera de caracol; y recuerdo a Mena, sacristán de infancia, entre brujo y carismático hombre de entierros y órgano, persiguiendo la oscuridad de todos los niños de entonces por escalar unos cuantos peldaños y poder contar infinitas historias de terror.

Prosigamos. Acaban de dar las diez en el nuevo reloj de la plaza. A estas horas, la parroquia, con sus puertas cerradas, es ya sólo un piar de pájaros que revolotean por los tejados y anidan en la torre del campanario; y es algún anciano que, saboreando el dulce desayuno, pasa el tiempo a la sombra o al sol de sus poyetes; y es un chorrito que perenne en de agua fresca con el que, inexorablemente, tropiezan los viandantes; y es, ante todo, una bandera enarbolada, presidiendo el silencio la rutina de los días.

Desde el atrio caminamos hacia la derecha, pasamos por la posada, asilo de viajeros y caminantes en noches de cansancio, y nos colamos, sin advertirlo, en el hermoso y entrañable Jardín del Lirio.


Sería un olvido imperdonable hablar de este jardín sin detenernos en sus límites ribereños con el Guadalquivir, y soñar con aquella alameda de no hace tantos años, cuajada de álamos blancos y trinos de ruiseñores que conducían hasta el Puente de Hierro de los Tres Ojos. Eran muy claras sus aguas, y pequeños y mayores se bañaban en la aceña abandonada, que molió trigo antaño; las mujeres buscaba remansos para lavar; el pueblo, en, en un nítido espejo, se reflejaba en sus aguas, que tomaban el color del cielo; y los pescadores eternizaban la mirada contemplativa y se bebían la frescura de un río trasparente, limpio por la mañana, rojo de fuego la atardecer, y plateado de luna en las noches sin estrellas.

Altos cargos de la confederación hidrográfica del Guadalquivir prometieron, en tiempos ya olvidados, que las tierras ribereñas que van desde el Jardín del Lirio y hasta el Puente de Hierro serían dedicadas a parque; pero eran propiedad del ayuntamiento y particulares que acabaron con alameda, recreo inolvidable de los villarenses. Aquí sigue el jardín, recinto ferial de todo los tiempos. Sus grandes árboles de pan y panizo hablan de tómbolas, casetas, paseos...; y hablan de tardes domingueras con juegos de niños, paseos enamorados, sentadas de ancianos, pasodobles de la banda municipal, polvareda de bailes apretados y pisotones.

Antes de abandonar este jardín, cuna de riadas en años de lluvia, una mirada a la cercana Huertas del Solo, donde tanto ha pintado Pedro Bueno, entre rumores del río y silencios del jardín. "Íntimo paraíso de Pedro Bueno junto al río" la denominada Carlos Clementson en su bello poema, cuyos primeros versos son todo un cántico a este singular recinto: "Con inconforme a efecto ama este espacio, el pueblo,/éste claro jardín que abraza el río - remanso/de familiar verdura -..." de este jardín, y tras recorrer la calle blanca de la Cruz, nos encontramos en una bellísima plaza, presidida por una artística cruz de hierro, obra del conocido villarense Bernardo Menor, que está rodeada de balcones cuajados de geranios y gitanillas. Más que una plaza parece un cuidado patio de casa regia. Cuatro farolas al pie de la Cruz y una verja completan este conjunto, que sorprende al viajero que entra el pueblo por la estación.

Nadie mejor que Idelfonso Romero Cerezo, cronista oficial de Villa del Río, nos puede hablar del significado de esta Cruz de los Mocitos.

Alfonso nos cuenta, con entusiasmo infinito, que en esta bella plaza se celebraban los mayos y, en torno a la cruz, en sus orígenes de piedra, se daban cita los enamorados que en angarillas transportaban flores y regalos como prendas que sellaban compromisos de fidelidad y patrimonio; y durante muchos años, la Cruz de los Mocitos fue la fiesta grande del pueblo, que acudían en pleno con guitarras, bandurrias y los más primitivos o gestos musicales tapaderas, cacerolas, botellas esmeriladas... a cantar y bailar entre farolillos, macetas, ramos de jazmines y susurros de enamorados. Juan Cabrera Polo le dedicó estas coplillas al lugar:

"Cruz de los mocitos,
la falta que hacías en esta plazuela
de mi Andalucía.
Mozos de mi pueblo,
muchachas bonitas,
ya que en su sitio
para vuestras citas.
Para hablaros de amores
al pie de la Cruz, como hizo algún día
aquel buen Jesús.
Madre villarensa,
mujer cien por cien,
cuando tengas penas,
ven aquí también.
Juntos cantaremos
a unísona voz
aquella coplilla
del gran cantaor:
"En la Cruz de los Mocitos
me han robaito el corazón..."".

Antes de regresar a las calles del pueblo, y en un bello paseo que relaja el espíritu, nos acercamos al puente de los tres ojos, coloso de hierro sobre el río Guadalquivir. Sobre sus piedras podemos descansar, tomar un respiro y recordar aquellos años, no tan lejanos, en el que el puente, mutilado en la Guerra civil, quedó con dos ojos, convertido en meta te paseos y sombras de ganaderos con sus rebaños de cabras, ovejas y vacas que rumiaba la siesta sobre la línea fina de las orillas. El barquero, en un constante trasiego, y siempre morada en ristre, cruzaba el río en su barca de madera, que chirriaba y cortaba el agua, transportando animales, bultos y personas que, amontonadas, esperaban turno en ambas orillas. Bastantes años después reconstruyeron, y aquí está, sirviendo de enlace, como antaño, a la campiña y a la sierra.

Alargando un poco más el paseo por la antigua carretera de Madrid, llegamos al bello puente romano, que denota el alto nivel que alcanzaron las obras públicas en Villa del Río en los albores de nuestra era. No hace muchos años, la carretera nacional pasaba aun sobre el; hoy, con el nuevo trazado de la carretera ha quedado a un lado, pero constituye, no obstante, un noble pórtico de entrada a la provincia de Córdoba. En palabras del arquitecto José Luis de Lope y Lope de Rego, es "meta de un paseo agradable y tentador, a través de la espesa arboleda que nos transporta hacia un diálogo interior con nosotros mismos y con nuestra historia, que va desde el paso de las legiones romanas hasta nuestros días".

No podemos alejarnos de este lugar sin una calidad alusión al mundo gitano, aquellas gentes que, cada año, cuando llegaba la primavera, como las golondrinas y las cigüeñas, acampaban debajo del puente, trabajaban el mimbre y la hojalata y, cargados de churumbeles, recorrían el pueblo vendiendo sus canastillas, enjugaderas y cántaras para el aceite.

Y con el olor a tierra mojada y la humedad a flor de piel, volvemos al pueblo, sus calles íntimas, casi hogareñas. La pulcritud y blancura lo invaden todo. El temprano; dentro de un poco el sol rechinará en los tejados y bajará a las aceras. Los detenemos ahora en la plaza de la Constitución, la zona más céntrica del pueblo.

Aquí está el ayuntamiento, instalado en un edificio que fue castillo de origen árabe restaurado en 1988. Aquí farolas, fuentes, surtidores, y naranjos, poyetes... Conjunto armónico y bello donde se puede leer y entender la historia vieja y nueva del pueblo. Este ayuntamiento de hoy fue durante muchos años parroquia de San Pedro - de la que aún pervive la portada - y más tarde mercado de abastos, donde se daban cita las mujeres con sus canasto y los hombres que, en plantillas, esperaba los contratos de trabajo; también acudiera a aquí los charlatanes de turno, que concentraban al pueblo entorna sus camiones de mantas y cortes de trajes: "¿Y quién me edad de 1000 pesetas por este peine...? Y ahora yo te doy este corte de traje de lana pura para tu novio, y esta manta más suave que la seda para que duermas calentito, y te doy, porque me da la gana...", etc., etc.. ¡Cuántos recuerdos aflora a la memoria que esta plaza! Juegos, paseos, y historias..., y, siempre adherida a nuestra piel, la bruma del Guadalquivir, que se tornaba olor a peces en los veranos, y humedad pegajosa y fría en los inviernos.

"Abuelo- preguntamos a un anciano que, apoyado en una vieja marrilla, nos observa con indiferencia melancólica -, ¿Qué recuerdo guarda con más cariño de esta plaza?". Nos mira. Sus ojos son de un azul despintado. Sonríe y, antes de hablar, mastica una dentadura postiza que medio se le cae. Por f in exclama: "¡Cuáles habían de ser; los de mozuelo! Aquí mismo; donde usted me ve ahora. La novia, la mujer, los hijos... ¡Cosas...!".

Desde un balcón de esta plaza cada Semana Santa contemplaba la cita del Nazareno con los villarenses y escuchaba la sentencia cantada por la misma voz que, inexorablemente, repite: "Muera Jesús Nazareno, muera, muera, muera...". Y un recuerdo, ¡Cómo no!, a las castañeras y, al hombre del palodú, a los pregoneros, a los puestos de helados chucherías, a todas aquellas pequeñas cosas que hacían festivas la plaza del pueblo.

Dejamos atrás la plaza de la constitución y los acercamos a otra plaza, la de España, hoy jardín de paseos, lleno de árboles y flores, y ayer, abandonado escenario por donde deambulaban, en las misteriosas noches de la posguerra, fantasmas que, a primeras horas del día, se tornaban tema, preocupación y entretenimiento para las horas sin sueños de los villarenses. ¡Plaza de España! ¡Quién te ha visto y quién te ve! Merece la enhorabuena la corporación municipal que y significó y embellecido al legendario lugar.

En el colegio de Jesús Nazareno nos educamos los niños bien del pueblo; entre hábitos grises y tocas blancas de las franciscanas aprendimos abordar, a tocar el piano, a cantar y a rezar. En su capilla, seráfica y perfumada, hicimos la primera comunión; también en ella, cada año, la gloriosa novena dedicada a San Francisco, que era una explosión de luces y cánticos... "aclamemos al grande Francisco...".

Por la calle del convento y camino de la ermita de la Virgen de la Estrella pasamos ante la bonita casa donde nació y vivió Matías Prats. Y es una casa como toda las del pueblo, con sus balcones, ventanas, patio... donde creció "La voz". Sigamos camino de la ermita, y para que nos sirva de pórtico, la palabra del poeta Mario López: "Sierra Morena al fondo, tras el río y la campiña, la ermita al pie del monte, las nubes, los olivos, su barroca añoranza de otros días imposibles y el aroma lejano de sus atardeceres".

Un día, así lo cuenta la tradición, la Virgen se apareció a los segadores. Aquel milagro se repite cada año, cuando el 8 de septiembre, a hombros de sus más jóvenes devotos, sale de la ermita para recorrer el pueblo y habitar temporalmente en la casa parroquial, que se engalana para recibirla; las fiestas, la feria, tienen como eje a la Virgen de Estrella.

El camino a la ermita, o el paseo en el que se prolonga el pueblo, y era, y así lo veo aún, campo de eras, con sus montones de trigo, y cestillos; tantos de chicharras y jornaleros sedientos que mitigaba en su ser con sandías puestas al sol y frescos botijos colgados en las chozas.

En el cerro Morrión, por encima de la ermita, se divisa una espléndida perspectiva del pueblo, del río, de la sierra y también, como no, de un blanquísimo cementerio coronado de cipreses, donde nuestros seres queridos duermen y nos recuerdan que la vida es tan sólo un bello y corto paseo a la atardecer de un día cualquiera.

"Gala del Betis, risueña villa, pueblo bendito donde nací...".

(Isabel Agüera Espejo-Saavedra)