(Francisco Pérez Daza)
Fuente: Revista de Feria de 1997
Villa del Río, tiembla, respira, bulle intensamente, y seguimos la costumbre de bañarnos en el diluvio de las castañuelas, empapados en el aroma, embelesados en el fulgor de los sentidos dando libertad a ese hervor de eterna adolescencia, arrancando el recuerdo de aquellos tiempos nobles, de nuestra primera juventud de fuego.
Pero la incruenta mordedura, la lenta mordedura del tiempo nos viene con fuerza irrefrenable desde los orígenes sordos de la naturaleza que calma y exige su tributo.
"Al brotar un relámpago nacemos y aun brilla su fulgor cuando morimos tan corto es el vivir" (Bécquer)
Los momentos de estos días, ninguno de nosotros los volveremos a vivir jamás. Pero da igual: ya fueron vividos por otros, de los que somos herederos universales y serán así mismo vividos por quienes nos hereden. Esforcémonos, pues, en hacerlos apacibles y plenos, para que se nos recuerden con la gratitud con que nosotros recordamos a los anteriores depositarios de estas calles, de estas plazas, de estas torres, de este río.
Estamos avanzando por un camino trazado hace miles de años. De nosotros depende, para los que vengan detrás, ya que no la dirección de ese camino, sí su alegría, sí su fervor y sí su bienestar. Es verdad que cualquier cultura es la paciente consecuencia de la Historia. Es verdad que representa el temperamento, el carácter, el pasado de un pueblo: su explicación y su razón de ser, su origen y su proyecto, su memoria y su profecía. Hay historias que están en los libros, pero la nuestra no cabe en los libros, porque es la vida y la sonrisa de nuestro pueblo, el brillo de sus ojos, su esperanza, la verde joya de sus aceitunas, el agua de su río, esa senda navegable de las culturas que se acercaron a nosotros y de la cultura que nosotros emanamos. Y es que nosotros somos nuestra propia cultura. Así, fue y así seguirá siendo en los confines del espejo de las auroras, bajo los muros de piedra molinaza que, empapados de soledad, agua y sol, regresan a veces de las antiguas cúspides romanas.
Sírvame este epilogo para decir que, hace dos años embarque en la difícil tarea de hacer una investigación arqueológica sobre nuestro pueblo. Hallar sus sendas, buscando en las huellas no borradas, sendas pulidas por los viajeros del tiempo en el itinerario fluvial y viario; camino de agua a golpe de sirga, caminos de carretas, de carros, de arrieros, venero de gentes, caminantes por tierras Béticas que buscaban las rosas invisibles de los vientos, que trajeron historia a este pueblo blanco que es Villa del Río.
D(is) M (anibus) S(acrum)
Consagrado a los dioses de los muertos (Dii Manes).
Querido por los suyos (yace aquí).
Efectivamente yace aquí en esta tierra, qué más da que fuera esclavo o libre, vivió y murió con los mismo aires de Campiña, de siesta y aroma, con el canto incansable de la chicharra en el reino del amarillo jaramago, donde los tejados se visten de paisaje para no enfadar a la madre naturaleza y entre un mar de olivos, equilibrio arquitectónico, manchones blancos como montañas de cal y teja. Y los fuegos de la noche al quemar las viejas ramas del olivo, luz lejana de atalaya y aroma de nuestra tierra.
Fuente: Revista de Feria de 1997
Villa del Río, tiembla, respira, bulle intensamente, y seguimos la costumbre de bañarnos en el diluvio de las castañuelas, empapados en el aroma, embelesados en el fulgor de los sentidos dando libertad a ese hervor de eterna adolescencia, arrancando el recuerdo de aquellos tiempos nobles, de nuestra primera juventud de fuego.
Pero la incruenta mordedura, la lenta mordedura del tiempo nos viene con fuerza irrefrenable desde los orígenes sordos de la naturaleza que calma y exige su tributo.
"Al brotar un relámpago nacemos y aun brilla su fulgor cuando morimos tan corto es el vivir" (Bécquer)
Los momentos de estos días, ninguno de nosotros los volveremos a vivir jamás. Pero da igual: ya fueron vividos por otros, de los que somos herederos universales y serán así mismo vividos por quienes nos hereden. Esforcémonos, pues, en hacerlos apacibles y plenos, para que se nos recuerden con la gratitud con que nosotros recordamos a los anteriores depositarios de estas calles, de estas plazas, de estas torres, de este río.
Estamos avanzando por un camino trazado hace miles de años. De nosotros depende, para los que vengan detrás, ya que no la dirección de ese camino, sí su alegría, sí su fervor y sí su bienestar. Es verdad que cualquier cultura es la paciente consecuencia de la Historia. Es verdad que representa el temperamento, el carácter, el pasado de un pueblo: su explicación y su razón de ser, su origen y su proyecto, su memoria y su profecía. Hay historias que están en los libros, pero la nuestra no cabe en los libros, porque es la vida y la sonrisa de nuestro pueblo, el brillo de sus ojos, su esperanza, la verde joya de sus aceitunas, el agua de su río, esa senda navegable de las culturas que se acercaron a nosotros y de la cultura que nosotros emanamos. Y es que nosotros somos nuestra propia cultura. Así, fue y así seguirá siendo en los confines del espejo de las auroras, bajo los muros de piedra molinaza que, empapados de soledad, agua y sol, regresan a veces de las antiguas cúspides romanas.
Sírvame este epilogo para decir que, hace dos años embarque en la difícil tarea de hacer una investigación arqueológica sobre nuestro pueblo. Hallar sus sendas, buscando en las huellas no borradas, sendas pulidas por los viajeros del tiempo en el itinerario fluvial y viario; camino de agua a golpe de sirga, caminos de carretas, de carros, de arrieros, venero de gentes, caminantes por tierras Béticas que buscaban las rosas invisibles de los vientos, que trajeron historia a este pueblo blanco que es Villa del Río.
D(is) M (anibus) S(acrum)
Consagrado a los dioses de los muertos (Dii Manes).
Querido por los suyos (yace aquí).
Efectivamente yace aquí en esta tierra, qué más da que fuera esclavo o libre, vivió y murió con los mismo aires de Campiña, de siesta y aroma, con el canto incansable de la chicharra en el reino del amarillo jaramago, donde los tejados se visten de paisaje para no enfadar a la madre naturaleza y entre un mar de olivos, equilibrio arquitectónico, manchones blancos como montañas de cal y teja. Y los fuegos de la noche al quemar las viejas ramas del olivo, luz lejana de atalaya y aroma de nuestra tierra.